"El día del censo"
Una fascinante exploración de las convenciones sociales, el amor y el poder de las ilusiones a través de este relato de Mervel Moreno, una de las voces más destacadas de la literatura colombiana.
CUENTO COLOMBIANOMATRIMONIONOVIAZGOMARVEL MORENO
Marvel Moreno
A Fabio Rodríguez Amaya
Los sentimientos de Gregorio Ribeira eran tan imprevisibles como lo fue el accidente que le costó la vida. A los diecisiete años se había enamorado de Matilde Campo, una amiga nuestra cuya familia había venido a menos, y le hizo una corte apasionada con visitas, ramos de flores y serenatas a medianoche. Todas las tardes, apenas salía del Biffi, Gregorio iba a buscarla en su automóvil y, acompañados de la madre de Matilde, bajaban al centro de la ciudad hasta la Heladería Americana, donde se les veía mirándose en silencio el uno al otro como si nadie más existiera en el mundo. Los mayores observaban con simpatía a aquella pareja que respetando las más antiguas tradiciones del noviazgo daba un buen ejemplo a la juventud. De Matilde no cabía esperar otra cosa: era una de las mejores alumnas de La Enseñanza y cada año le correspondía el honor de llevar el estandarte del colegio en las procesiones de Semana Santa. Matilde daba la impresión de querer mantenerse en el nivel social que su familia había perdido: se mostraba cortés y discreta, no fumaba ni se maquillaba, y su única debilidad consistía en enarbolar, no sin orgullo, su respeto por las convenciones. Quizás percibía el noviazgo con Gregorio como una recompensa por sus esfuerzos para encarnar a la muchacha ideal, la que asistía a misa todos los días y ayudaba a su madre en los trajines domésticos.
De su madre, justamente, Matilde había heredado el gusto por las buenas maneras, pues doña Rosa de Campo había recibido una perfecta educación y sólo la pobreza la llevó a unirse a un hombre de condición inferior a la suya. Desde niña Matilde había captado aquel conflicto y sin vacilaciones tomó el partido de su madre, tratando en lo posible de parecerse a ella: imitaba sus gestos, sus modales distinguidos; se vestía con la misma pulcritud y, al igual que ella, se recogía los cabellos en una trenza destinada a formar un moño. Peinada así parecía tan bella y nostálgica como las abuelas de los daguerrotipos.
El noviazgo no hizo más que acentuar el aspecto juicioso de la personalidad de Matilde. Convencida de que se casaría apenas Gregorio terminara el bachillerato, abandonó los estudios y se puso a arreglar su ajuar de novia. Bordaba cosas muy lindas, sábanas y carpetas y manteles con las iniciales de ambos. Mientras tanto su madre le tejía medias y gorritos para el niño que seguramente tendría después del matrimonio. A Gregorio le encantaban esos preparativos. Su familia era tan acaudalada como para permitirse el lujo de enviarlo a estudiar a los Estados Unidos acompañado de una esposa y un bebé. A la sorna de sus condiscípulos del Biffi respondía declarando que amaba locamente a Matilde y por nada del mundo aceptaría vivir sin ella. A fin de solemnizar la situación hizo que sus padres pidieran la mano de Matilde y se celebró una ceremonia de compromiso bendecida por el obispo en persona. Yo estaba entre los invitados y nunca antes había visto a Matilde tan serena y feliz: llevaba un hermoso vestido de satín rosado y un collar de perlas regalado por el padre de Gregorio, al parecer signo de mal agüero. Pero Gregorio y Matilde daban la impresión de haber aprisionado el amor: eran tan intensas sus miradas y tan imperiosa su necesidad de estar juntos que no había cabida para ninguna superstición.
Poco después del compromiso tuvo lugar el censo. Los ciudadanos de todo el país debían permanecer aquel domingo en sus casas con el fin de permitirle conocer al gobierno el número de habitantes de la nación. Las fuerzas del orden habían acudido a los alumnos mayores del Biffi para hacer el censo de las personas del Prado. A Gregorio y sus amigos les había correspondido nuestro sector y vinieron a vernos poco antes de mediodía. Gregorio, de ordinario locuaz, nos hizo las preguntas correspondientes en voz baja y como cohibido, mirando de soslayo a Eliana, una prima mía llegada la víspera de Miami. La turbación de Gregorio me llamó la atención, pero dejó a mi prima indiferente. Ella no se parecía en nada a las otras muchachas de su edad. Se vestía con bluyines y mocasines y llevaba el cabello peinado de cualquier modo en una cola de caballo; como a mí, le gustaban los juegos masculinos y habíamos organizado para esa tarde un encuentro de béisbol en el jardín de mi casa. Si la proximidad de la partida excitaba su imaginación, los sentimientos que despertaba en un estudiante desconocido la tenían sin cuidado.
Hacia las dos aparecieron los otros primos y con bates y cachuchas empezamos a jugar. Eliana servía de pítcher y tiraba su cuarta pelota cuando cruzó por la calle Gregorio en su Buick color acero, muy despacio y, en apariencia, sin reparar en nosotros. Lo vimos pasar una segunda y una tercera vez. En un momento dado me tocó ir a buscar una pelota que había volado mucho más allá de los límites del jardín y, para mi gran asombro, sorprendí el Buick detenido en el extremo de la calle, tan metálico que bajo la reverberación del sol parecía haber surgido del asfalto. Yo estaba intrigada, pero en ningún instante me vino al espíritu la idea de que Gregorio pudiera interesarse seriamente en mi prima. No era su tipo: demasiado independiente, ajena a los formalismos latinoamericanos, Eliana tenía la desenvoltura de los gringos y su honestidad también. Fue ella la más chocada cuando, apenas terminada la partida de béisbol, Gregorio aparcó su Buick frente al jardín y la invitó a subir al automóvil para hacerle una insensata declaración de amor. Le habló poco de Matilde, a quien describió como una muchacha posesiva que quería a todo precio casarse con él. Le dijo, además, que estaba dispuesto a romper su compromiso esa misma noche y enseguida a viajar a los Estados Unidos a fin de conocer a sus padres y formalizar su nuevo noviazgo. Eliana, que nada sabía de Matilde, parecía sin embargo bien perpleja: consideraba incorrecto que un hombre se atreviera a hablarle de ese modo cuando no había terminado aún sus relaciones con su novia. Pero Gregorio debía sentirse feliz. Dio en su automóvil varias vueltas alrededor de la casa, pitando alegremente en la esquina y aumentando a cada pasada la velocidad. Molesta, Eliana terminó sugiriendo entrar a refrescarnos con los jugos preparados por mi madre.
Me acuerdo de eso como si fuera ayer: jugábamos a las cartas en el salón cuando de pronto el radio pasó la noticia: Gregorio Ribeira se había matado en un accidente. Sí, en aquellas calles desiertas por las necesidades del censo, había encontrado la manera de estrellar su Buick contra un poste de electricidad muriendo en el acto. El locutor insistía sobre el hecho de que aparte de los vehículos de las fuerzas del orden, ningún otro automóvil circulaba en la ciudad. Parecía obra del destino, como si estuviera escrito en alguna parte que a Gregorio debía llegarle la hora aquel día preciso, a las cuatro y media de la tarde. Para Matilde, en cambio, las cosas eran muy distintas: el destino se había ensañado contra ella destruyendo su vida. Fui a verla al anochecer y la encontré recostada en su cama mirando fijamente la pared con ojos alucinados. No lloraba, pero tenía los párpados inflamados y enrojecidos. Gotas de sudor le perlaban la frente y una ligera convulsión le estremecía de vez en cuando el cuerpo. Parecía aletargada por un dolor infinito, frente al cual me sentía desarmada. Tenía la impresión de que cualquier palabra de consuelo o de solidaridad resultaría irrisoria. Ante aquel sufrimiento ciego más valía retirarse en puntas de pie y esperar que el tiempo lo mitigara.
Pero el tiempo no arregló nada. Matilde pasó meses enteros encerrada en su cuarto llorando la muerte de Gregorio. Quizá lloraba también por la pérdida de sus proyectos, el bebé, el viaje, la elevación social que el matrimonio le habría procurado. Sólo cuando yo iba a visitarla aceptaba salir al salón, muy pálida y anémica, vestida de luto riguroso. Nuestras conversaciones eran difíciles porque Matilde no se interesaba en mayor cosa y todo lo que de lejos o de cerca aludiera al drama provocaba en ella una crisis de llanto. Hubo un día en que las lágrimas cesaron para dar paso a una expresión sombría y desesperada que no la abandonaría jamás. Matilde no volvió a pisar una iglesia, pero cada domingo iba con su madre al cementerio para poner flores sobre la tumba de Gregorio. Por lo demás, nunca salía, ni al cine, ni a casa de sus amigas. Rechazaba sistemáticamente las invitaciones que recibía y se negaba a responder al teléfono. Tampoco soportaba el radio, y la música o la voz de los locutores la sumía en un estado de postración. Sus hermanas menores se fueron casando, muy contentas de abandonar aquella casa lóbrega, habitada por la tristeza. Finalmente su padre murió de una embolia cerebral y a Matilde le tocó buscar un empleo para sostener a su madre. Trabajaba en el almacén de una parienta suya, donde se vendían cosas traídas de San Andrés, muchas veces de contrabando. Allí se la veía, siempre de negro hasta los pies vestida, atendiendo amablemente a los clientes, pero sin perder ese aire trágico que intentaba disimular con lentes negros y una vaga sonrisa. Cada objeto vendido, unos pañales, un cenicero, debía hacerle pensar en el hogar que el accidente de Gregorio había descartado de su vida. Lejos de atenuarse, el recuerdo de sus amores se había vuelto más lacerante con el tiempo. De regreso del trabajo, Matilde releía las cartas que le había escrito, acariciaba los objetos que él le había dado, el anillo de compromiso, una flor ya seca y acartonada. Dormía abrazada a un viejo saco que una vez Gregorio le había prestado para protegerse de la lluvia y, en un rincón del cuarto, sobre una mesa, había una fotografía suya frente a la cual Matilde encendía toda las noches un cirio. Gregorio se había transformado en su objeto de culto y veneración. Una vez, dejando de lado su reserva, Matilde me confió que cuando se sentía muy triste o muy sola le hablaba a aquel retrato y era como si Gregorio la escuchara. Los pensamientos que entonces cruzaban su mente se le antojaban una respuesta a sus preguntas, un bálsamo a su herida: desde alguna parte Gregorio la protegía y la esperaba para unirse con ella hasta la eternidad. Aunque el drama vivido la había alejado de la religión, Matilde creía sinceramente que las almas de los muertos seguían viviendo en un incierto más allá y por eso asistía a reuniones de espiritismo. El ánima de Gregorio se manifestaba con frecuencia suplicándole mantenerse fiel a su recuerdo. Después de cada sesión Matilde se sentía reconfortada, pero durante dos o tres días perdía el apetito y para sostenerse debía llevar al trabajo un termo con agua de panela. Ningún hombre, sin embargo, había intentado hacerle la corte: su vestido negro y su aspecto desencarnado como el de una monja envejecida prematuramente en una celda suscitaban más bien piedad que deseo. A los cuarenta años sólo conocía del amor el ligero beso cambiado con Gregorio el día de su compromiso.
En esas Eliana volvió a la ciudad a pasar vacaciones, enérgica y feliz, convertida, gracias a su tercer matrimonio, en la propietaria de una fábrica de cosméticos. Su negocio la hacía viajar mucho y conocer personas interesantes. Se tuteaba con todos los directores de revistas de moda del continente y le regalaba sus productos de belleza a las actrices norteamericanas de renombre. Había logrado establecer las relaciones necesarias para triunfar en su carrera. Su vida misma era un símbolo de éxito en esos años de liberación y acceso de las mujeres a puestos de responsabilidad. Rodeada de gentes ricas y dominantes, Eliana difícilmente podía concebir la desdicha. Así, cuando le conté la historia de Matilde, su lindo rostro se contrajo como si viera salir de mis labios una araña. La idea de que Matilde sufriera de aquel modo por un hombre que una hora antes de morir la había traicionado le parecía demente, un delirio del romanticismo latinoamericano que conducía a las mujeres a convertirse siempre en víctimas. Pero dentro de la lógica de Eliana, Matilde no estaba perdida del todo. A los cuarenta años podía comenzar una vida nueva alejándose de sus recuerdos sombríos. Le bastaba dejar la ciudad e instalarse en Miami, por ejemplo, en uno de sus almacenes de cosméticos donde le sería posible salir adelante. Eliana, que ni siquiera la conocía, quería ayudarla por compasión. Quizás en aquel momento le vino la idea de revelarle a Matilde la verdad. Sin sospechar su reacción, yo le había dado el nombre del almacén donde trabajaba y nada le era más fácil que ir a buscarla a la salida y hablarle de lo ocurrido el día del censo. Así lo hizo. Eliana me contó después cómo Matilde abrió los ojos incrédula, ojos que gradualmente se fueron llenando de lágrimas y de cólera. Le dijo a Eliana que mentía, con voz sofocada, pero algo en mi prima, su manera de mirarla derecho, con lealtad, su diáfana seriedad de gringa incapaz de decir nada distinto a lo que pensaba, la fueron desarmando. Entonces, a pesar de las lágrimas, como el sol apareciendo a través de la lluvia, Matilde empezó a reír. Suavemente, primero; luego su risa se volvió dura, estridente, casi con una nota de histeria. Dijo que había sido una tonta, una ingenua, que ahora todo iba a cambiar. Y cuando Eliana le habló de un trabajo en Miami lo aceptó de inmediato, hizo planes, habló de aprender a ser otra, una nueva Matilde, nadie iba a reconocerla.
Tres días después Matilde moría. El médico no pudo determinar la causa de su muerte y con toda inocencia Eliana me acompañó a su entierro. Era diciembre y ya se sentía el soplo de las primeras brisas.
París, marzo 5 de 1988