"La peregrina"
Escrito en París en 1990, este relato de Marvel Moreno explora las tensiones entre el deseo y las convenciones sociales en la España conservadora.
CUENTO COLOMBIANOMATRIMONIORELIGIÓNSEXUALIDADMARVEL MORENO
Marvel Moreno
A Juan Goytisolo
Desde la muerte de tío Luis, un frío de mausoleo ensombrecía los salones del palacio. Ana Victoria había visto a su madre sacar las reliquias medievales compradas por sus mayores cuando en corazas relucientes recorrían el mundo para combatir al moro y defender la Cristiandad. Armaduras colgaban ahora de las paredes, en los corredores, otrora austeros, fulguraban cascos de penachos insolentes y lanzas que muchas muertes habían causado. Los Murillos de los salones se volvían más piadosos, los Velázquez más discretos, sólo los Goyas seguían expresando la desesperada lucidez de la ironía. El mundo de tío Luis, tan alegre y desenvuelto, era atacado por las corrientes religiosas que mientras él estuvo en vida permanecieron ocultas esperando la hora de surgir de conventos y viejas casas arruinadas para atacar su liberalismo de ateo en el país más católico de Europa. Ana Victoria se sentía en peligro, como si un oscuro animal venido del fondo del tiempo se preparara a arrancarle el alma. Ella era ninfómana. Así lo decían sus conocidos, reduciendo su amor del sexo a una enfermedad. Adolescente, su madre la llevaba a escondidas de tío Luis a ver a médicos que la hacían sufrir las peores vejaciones y permanecían pasmados de asombro y repugnancia cuando ella les aseguraba que sentía placer. Sí. Bastaba que un pájaro de fuego penetrara su joya secreta para que una explosión de gozo sacudiera su intimidad. Pero como las estrellas fugaces el placer era breve y los hombres, ay, muy limitados. Se cansaban pronto, el esfuerzo del amor los extenuaba. Por eso ella tenía tantos amantes. No los elegía de cualquier modo, como creían los maldicientes, aunque poco le importara la apariencia física o el origen social. No, una eficaz intuición la conducía a los hombres capaces de amarla sin agresividad ni miedo.
Los primeros amores de Ana Victoria remontaban a su infancia, cuando pasaba vacaciones en el cortijo de tío Luis y de noche se escapaba de su cuarto para reunirse con sus primos y hacer travesuras. Estaba enamorada de todos al mismo tiempo. Jugaban a tú me muestras aquello y yo te enseño esto, a tú me acaricias aquí y yo te toco allá. Como eran todavía unos críos ningún cura les había metido en la cabeza la noción del pecado. Luego, cuando esa calamidad ocurrió, siguieron retozando a pesar de todo y temiendo, menos el castigo del Señor, que el momento de confesarse. Ellos, no Ana Victoria, quien después de la muerte de su padre se había ido a vivir con tío Luis y era su heredera y su mejor discípula. Ambos consideraban imposible que la naturaleza hubiera inventado la sexualidad para que el hombre se avergonzara de ella. Y aunque tío Luis no creía en Dios y Ana Victoria sí, ambos verían siempre en la condenación del sexo una maniobra de la sociedad destinada a culpabilizarlos.
La aparición de la píldora anticonceptiva en el mercado coincidió con el primer período de Ana Victoria. Tenía catorce años pero parecía una mujer y conservaba todavía la virginidad. Un día fue a toros con tío Luis y vio en la barrera un hombre alto y delgado, con una mirada distraída que al posarse sobre ella se volvió alerta, grave, como si de repente el hombre hubiese descubierto por qué el destino lo había conducido esa tarde a Madrid. Al tercer toro Ana Victoria le sonrió y, despidiéndose de tío Luis, echó a andar hacia la salida. Después todo pasó muy rápido, la mano del desconocido en la suya, el trayecto hasta el hotel. Y la llamarada entre sus piernas y la impresión de existir latiendo al ritmo del universo. Era otra, era única, era ella. Sentía que su propia identidad le había sido revelada de golpe, que su cuerpo tenía al fin una razón de ser. ¿Cómo no repetir la experiencia?
Ana Victoria había oído decir que en ciertos individuos una sola inyección de heroína bastaba para encadenarlos a la dependencia, del mismo modo que la primera mamada obliga al bebé a buscar ávidamente el pecho de su madre. Algo parecido le había ocurrido a ella con la sexualidad. Después de aquella aventura no pudo dejar de hacer el amor. A la salida del colegio se iba al Paseo de la Castellana y lo recorría de un lado a otro hasta encontrar a un hombre dispuesto a seguirla a cualquier hotel sin tratar de conocer su identidad ni agobiarla con preguntas y enamoramientos. A veces la creían prostituta y antes de salir del cuarto le dejaban pesetas sobre la mesa de noche, que ella enviaba luego por correo a las obras de caridad protegidas por su familia.
Cuando su madre se enteró de sus andanzas estuvo a punto de volverse loca. Lloró todas las lágrimas que pudo, les rezó a todos los santos de su devoción. Fue la época de los médicos que tanto amargaron a Ana Victoria. Y de los insultos, desaires y amenazas. Por fortuna tío Luis intervino y, para sacarla de aquel infierno, la mandó a Nueva York con el pretexto de que debía aprender el inglés. Tío Luis le había dado el mejor regalo de su vida, una ciudad grande y la libertad. Nadie venía a importunarla reprochándole su conducta y tratándola de enferma. A pesar de que tenía nueve o diez aventuras por día, terminó sus estudios secundarios y obtuvo en la universidad un diploma de Historia Contemporánea, su materia favorita.
Al cabo de ocho años regresó a Madrid, en parte porque tío Luis se había enfermado y su médico le prohibía los viajes, pero también para acompañar a su madre en la vejez. Le hizo prometer, eso sí, que no volvería a molestarla y a cambio le juró que nunca se acostaría con un hombre de su mismo medio social. Nada perdía. Había turistas y extranjeros en viajes de negocios. Había albañiles, carpinteros y choferes de taxi. Había todos los abogados, ingenieros, economistas y expertos en cualquier cosa que venían de la clase media. Ana Victoria se sentía como una mariposa volando de una flor a otra. Estaba contenta de vivir y gozaba de excelente salud. Compadecía a esas primas suyas, antiguas compañeras de juegos prohibidos, que sufrían de fobias y jaquecas a través de las cuales se expresaba la frustración. Más aún, creía que si todos los habitantes del planeta actuaran como ella, habría menos guerras y sufrimientos. Apasionada lectora de Reich, aconsejaba a sus amigas la liberación y cuando conoció al primer hombre que había oído hablar de las teorías de aquel psicoanalista, se casó con él.
Juan Miguel era un aristócrata sin fortuna que no obstante ganaba muy bien su vida comerciando por el mundo entero. Siempre había en un lugar un vendedor y al otro extremo un comprador. Juan Miguel se encontraba invariablemente entre ambos y con los dos anudaba relaciones de amistad, casi personales. Sabía hablar muchos idiomas y varios dialectos. Cuando se enamoró de Ana Victoria y ella le contó la verdad le pareció divertido. A él le fascinaban las amazonas, le dijo, pero como había un juramento de por medio, lo mejor era casarse cuanto antes y que la fiesta continuara. La ceremonia se celebró en Madrid y todos los invitados asistieron desbordantes de entusiasmo por la pareja, hasta el punto de darle a Ana Victoria la impresión de estar festejando su primera comunión. No en balde iba a heredar la fortuna y el palacio de tío Luis.
Juan Miguel quería un hijo y Ana Victoria le dio dos de seguido, aunque la maternidad no le produjese mayor interés. Sentía por ellos el mismo afecto que le inspiraba Juan Miguel, una vaga ternura asociada a la solidaridad. Fue una madre buena y, de no ser por sus amantes, habría podido ser una buena esposa. De todos modos su marido no le pedía la fidelidad, sino que estuviera disponible cuando él la deseara. Juan Miguel y ella aprendieron a conocerse y a respetarse y con el tiempo se convirtieron en los mejores amigos del mundo.
Pero la madre de Ana Victoria no se daba por vencida. Disimulaba su horror de cada día por el miedo de perderla o verse separada de sus nietos. Iba a misa por las mañanas, rezaba tres rosarios por las tardes y, cosa increíble, visitaba regularmente a una vidente. Sus hermanas y primas la ayudaban en su desolación. Se había envejecido muy rápido, como si el comportamiento de Ana Victoria le quitara el deseo de vivir. Fiel a su promesa, no le hacía reproches, pero a Ana Victoria le bastaba ver sus ojos cuando regresaba de la calle para saber que había estado esperándola con la angustia y la vergüenza de tener como hija a una libertina. Su educación cristiana la conducía a preguntarse con desesperación qué pecado habría cometido para merecer un castigo semejante. Y casi todas las noches, a la hora de la cena, tenía los párpados enrojecidos de llorar.
La muerte de tío Luis pareció animarla. Fue entonces cuando sacó del olvido lanzas y reliquias y comenzó a invitar al palacio a su confesor y a su parentela de mojigatas. El confesor se mostraba amable con Ana Victoria y hacía gala de una erudición poco común sobre las causas de las dos últimas guerras mundiales. Conversaban horas enteras. De vez en cuando él deslizaba comentarios relativos al comportamiento irracional de las masas y de sus dirigentes. Creía en la realidad de un inconsciente incontrolable que se llevaba de cuajo las barreras creadas por el buen juicio. Equilibrio era su palabra favorita, asociada a la libertad de elección, a la posibilidad de escoger entre una cosa u otra. Su discurso, más existencialista que religioso, obligó a Ana Victoria a preguntarse por la primera vez si podía o no ejercer un control sobre su erotismo. Al comprobar que le resultaba imposible se sintió angustiada y comenzó a perder la seguridad en sí misma que tantos problemas le había evitado hasta entonces. Años después pensaría que aquel cura había sido como el picador de una corrida en la cual su sexualidad representaba el toro condenado a morir.
No contenta con imponerle la influencia de su confesor, la madre de Ana Victoria buscó apoyo en el más allá. Su vidente invocaba a los muertos y un día apareció entre ellos Fabiola, joven prostituta fallecida a los veinte años de edad, que se presentaba como la penúltima reencarnación del espíritu de Ana Victoria, lo que, según su madre, explicaba en buena parte su ninfomanía. Al principio escéptica, Ana Victoria se fue interesando poco a poco en esa sombra que parecía conocer los secretos más íntimos de su vida. Fabiola le daba consejos tratando de conducirla al buen camino. Temía particularmente la irrupción de un desconocido de quien sólo sabía que le gustaba ponerse camisas de cuadros azules. Ese hombre, decía a través de los nerviosos movimientos de la ficha sobre el abecedario de cartón, se oponía a sus exhortaciones como el blanco contradice al negro. Finalmente, Fabiola limitó sus mensajes al mismo estribillo y Ana Victoria se cansó de ella.
En realidad empezaba a aburrirse de todos, inclusive del confesor, cuando su madre se enteró de que en Irino, un pueblecito no muy lejos de Sevilla, había un santo especializado en la curación de los ninfómanos, cuyos poderes habían sido descubiertos por azar hacía poco tiempo. Era un santo caprichoso: sólo se le podía sacar en procesión un día del mes de junio y sólo entonces hacía el milagro. Como era de esperarse, su madre le suplicó asistir a la procesión de ese año y un poco incrédula, un poco curiosa, Ana Victoria se lo prometió con la condición de que si el prodigio no se realizaba la dejaría en paz para siempre.
Los preparativos del peregrinaje pusieron en movimiento a toda la familia. Las hermanas y primas de su madre se reunían en la capilla del palacio para rezar rosarios implorando la protección de la Virgen. Hicieron una novena. Le compraron a Ana Victoria un vestido negro y un sombrero con un velillo que le ocultaba el rostro, pues por nada del mundo los otros peregrinos debían descubrir su identidad. Enviaron a un sirviente de confianza a reservar una habitación de las dos que contaba el único albergue de Irino. El sirviente regresó consternado. Aquella miserable posada no le parecía digna de recibir a Ana Victoria. Alguien habló de penitencia, el confesor, tal vez, y finalmente se decidió que Ana Victoria llevaría sus propias sábanas y algunas provisiones. La única persona que no estaba de acuerdo con el peregrinaje era Juan Miguel. No creía en santos ni milagros, pero temía que Ana Victoria perdiera su alegría de vivir y terminara avergonzándose de esa voluptuosidad que la hacía tan adorable.
El día del viaje el cielo resplandecía de luz y en los árboles titilaban los verdes colores de la primavera. Un calor espeso penetró en el automóvil apenas Ana Victoria abandonó la autopista para adentrarse en la polvorienta carretera que después de atravesar muchos pueblos la condujo a Irino. Aquel lugar era realmente el fin del mundo: sólo dos calles pavimentadas, una iglesia de triste figura y el horrible albergue que el sirviente había descrito. Había, eso sí, muchos automóviles de vidrios oscuros y gentes que se disimulaban la cara con sombreros y espejuelos negros. Ana Victoria se sintió reconfortada al descubrir que tantas personas compartían su particularidad. De todos modos prefería pasar inadvertida y antes de encerrarse en su cuarto le dijo al posadero que no quería ser molestada. Puso sobre el agujereado colchón sábanas limpias, comió un bocadillo y bebió una taza de café que su madre le había guardado en el termo. Después leyó algunas páginas de la última novela de moda y de puro aburrimiento se quedó dormida.
La despertó un ruido que venía del cuarto vecino. Alguien abría un maletín y al parecer destapaba una botella. Ana Victoria no resistió a la tentación de saber quién era y, como una puerta comunicaba los dos cuartos, miró por el ojo de la cerradura. Vio a un hombre no muy alto y más bien fornido, con el pecho cruzado de músculos y la cara altiva de un senador romano. Ana Victoria se sintió desfallecer: un apremiante lamento surgía de su joya secreta. Pensó que al día siguiente el santo podía desbaratarle la existencia dejándola tan frígida como las otras mujeres de su familia y se dijo que ese hombre le había sido enviado por la Providencia para cerrar con broche de oro su vida libertina.
Después de un momento de vacilación, dio dos golpecitos en la puerta y el hombre vino a abrirle. Se llamaba Pablo y era viajante de comercio. Como Ana Victoria, estaba allí esperando la procesión del santo para sanar de la ninfomanía. También a él le resultaba imposible abstenerse de hacer el amor. Por fortuna su profesión le permitía entregarse libremente a sus aventuras, pero ahora que la empresa para la cual trabajaba se proponía darle un puesto de director en su ciudad natal, donde vivían su esposa muy piadosa y sus siete hijos, debía liberarse de aquellas fiebres eróticas si quería conservar su posición y la paz de su hogar.
Mientras él hablaba, Ana Victoria empezó a desvestirse lentamente, colocando sus prendas en el respaldar del único taburete del cuarto. A la vista de su cuerpo desnudo Pablo enmudeció y sus ojos relampaguearon de deseo. Se amaron. Se amaron en silencio y con voracidad, convertidos en un solo ser, en una entidad maravillada de encontrar en sí misma su plenitud. Se amaron en el cuarto de él, en el de ella, sobre el colchón sucio y las sábanas limpias, ajenos al tiempo, indiferentes al mundo, embriagados de un placer salvaje que sólo controlaban para ir más lejos, cuando sudorosos y cansados sus corazones les latían como si fueran a estallar. Se amaron sin comer ni dormir, sin mirar siquiera el reloj. Y pasó la noche y vino el día y otro crepúsculo encendió de un fulgor bermejo las rendijas de la ventana. Se habrían podido quedar allí la vida entera, pero a los tres días descubrieron que tenían hambre y estaban exhaustos. Entonces le pidieron al posadero pan, salchichas y una botella de vino. Por él se enteraron de que la procesión había tenido lugar y el santo reposaba otra vez en la iglesia del pueblo. Sin mucha convicción, Pablo y Ana Victoria prometieron verse de nuevo el año siguiente, para la misma época. Cuando Pablo entró en su cuarto para despedirse de ella, Ana Victoria observó divertida que llevaba puesta una camisa de cuadros azules.
París, febrero de 1990