"Los amores equivocados"

Cristina Peri Rossi, figura fundamental de las letras hispanoamericanas, nos entrega en "Los amores equivocados" una magistral exploración sobre la naturaleza de las historias que nos contamos sobre el amor.

CUENTO URUGUAYONOVIAZGODICTADURAMATRIMONIOMIGRACIÓNCRISTINA PERI ROSSI

Cristina Peri Rossi

aerial view of city buildings during daytime
aerial view of city buildings during daytime

Tenía diecinueve años y cruzó el Atlántico con la vaga esperanza de encontrarlo en Barcelona, porque se había enamorado de él una noche intensa, en Montevideo, cuando él la desvirgó con sabiduría, delicadeza y sensualidad, mientras en el pasadiscos sonaba, repetidamente, la voz apasionada y grave de María Bethánia y él hablaba de poetas muertos —Baudelaire— y de viejas películas —El conformista— donde el amor siempre era ardiente y definitivo.

Le prometió que iría a buscarlo, aunque él se rio de manera condescendiente: tenía treinta años y la suficiente experiencia como para saber que aquello que se dice en una noche de amor es tan apasionado como frágil, escrito en la marea del deseo. Además, él quería huir solo de esa ciudad de múltiples aguas y vientos desbocados; le dijo que no lo intentara, no sabía cómo sería su vida en Barcelona, no tenía dinero ni amigos: era un viaje al azar, más por malestar que por ilusión.

Dos meses después de haber llegado a la ciudad de Gaudí y del Monte de los judíos, la encontró por casualidad en el Drugstore de paseo de Gracia. Entonces, era el único lugar que no cerraba en toda la noche y podía estar sentado ante una cerveza hojeando los periódicos del tablero y mirando a mujeres que nunca serían suyas. Ella había llegado hacía un mes y vendía postales, cigarrillos y estampillas en el estanco del Drugstore por un sueldo insignificante. Estaba más guapa que nunca y parecía que el olor a hachís del local y el humo no afectaban ni a su piel ni a su confiada sonrisa.

—Sabía que te iba a encontrar —afirmó ella, con seguridad, ante su sorpresa. Nunca había tenido certezas. Interpretó el encuentro como una señal del azar, pero también, como una responsabilidad. ¿Cómo era posible que esta jovencita que se le había entregado tan espontáneamente una noche de amor en Montevideo hubiera cruzado el océano solo para buscarlo? ¿Qué clase de certidumbres —desconocidas por él— la animaban? ¿Era inocencia o una clase de sabiduría que nunca había alcanzado?

—Espérame, no te escapes, salgo a las seis de la madrugada —le dijo ella, alegre y emocionada. Parecía completamente convencida de una ley del destino o algo así. Una especie de predestinación o de mandato.

Esperó. No tenía nada que hacer, más que esperar el amanecer hojeando el periódico del día de ayer que ya parecía irremediablemente antiguo y mirar a mujeres que ahora, luego de encontrarla, le parecían demasiado viejas.

Cuando amaneció se fueron juntos al cuarto que él había alquilado en el Barrio Gótico con la estricta prohibición de no llevar mujeres, por lo cual, al mediodía, ambos fueron despedidos por la severa patrona catalana.

Vagaron por los quioscos de las Ramblas que vendían periódicos, monos, banderines deportivos, rosas, loros, perros, azucenas y pájaros al mismo tiempo hasta llegar al puerto donde la estatua de Colón señalaba enigmáticamente un lugar incierto que irnos consideraban América, y otros, Indias. (Se habían hecho varias apuestas. Y averiguaciones. Pero nadie pudo saber nunca hacia dónde señalaba el dedo del visionario genovés que no catalán). Vieron partir algunas naves llenas de viajeros y él le dijo que ya no podría regresar a Montevideo, la ciudad de las múltiples aguas y los vientos desbocados, porque el golpe militar ocurrido entre el corto tiempo en que la desvirgó con delicadeza y sabiduría y la encontró en Barcelona, allende el océano, se lo impedía.

Ella le dio ánimos y energía. Le dijo que lo amaba, que había realizado ese viaje solo para encontrarlo, como La Maga, de Cortázar, y que estaba dispuesta a trabajar o a robar, a cuidarlo, a esconderlo, si era necesario, o a prostituirse por él. Lo único que deseaba, lo único que quería era estar a su lado para siempre. «Sabía que te encontraría», afirmó, «y ahora no nos vamos a separar más».

La miró con gratitud. No sentía amor todavía pero le resultaba admirable tener certezas, esperanzas, confianza: todas aquellas cosas de las que él carecía. Las había perdido en la infancia, cuando su padre los abandonó —a su madre y a él— y no regresó más. Y volvió a perderlas cuando la mujer a la que amaba, en Montevideo, lo engañó con otro, poco antes de desvirgar a la jovencita.

Le pareció que podía agradecerle todo ese amor y esa certeza sintiendo responsabilidad. La responsabilidad que su padre nunca había tenido, aunque hiciera con ella cosas que no hubiera hecho con su padre. ¿Acaso la responsabilidad no era un componente del amor?

Alquilaron un pequeño apartamento donde apenas cabían, pero no tenían maletas, ni muebles, solo tenían los cuerpos y un pasado —el suyo— que no quería recordar. Ella seguía trabajando en el Drugstore por un sueldo mínimo y se las arreglaba para robar en El Corte Inglés o en un gran supermercado lo que les faltaba. Cosas que pudiera ocultar entre sus ropas. Latas de atún, camisetas para él, leche en polvo, pasta de dientes, medias, algún libro y chocolate, mucho chocolate que es alimenticio y sirve para atajar el frío.

La dictadura fue muy larga y durante todos esos años ella contaba a quienes quisieran oír y también a quienes no querían la historia de su gran amor: cómo se había enamorado de él, cómo había atravesado el océano sin saber dónde estaba, cómo lo había encontrado por azar, cómo consiguieron sobrevivir gracias a su trabajo en el Drugstore y los pequeños hurtos. La gente la escuchaba con sorpresa y admiración: eran oriundos, no habían viajado nunca, sus parejas eran convencionales, nadie había hecho nada extraordinario por amor.

Él la escuchaba un poco incómodo; le tocaba un rol completamente pasivo en toda esa historia, como si lo único que hubiera hecho fuera dejarse querer; no sabía si sentirse orgulloso por haber provocado ese amor que quizás otro hombre hubiera merecido más que él o avergonzarse por no poder narrar una historia semejante. Se casó con ella para compensarla: le pareció lo menos que podía hacer. Había huido de Montevideo por el hartazgo de la ciudad mediocre, vivían en otra ciudad que a veces le parecía tan mediocre como aquella donde había nacido, pero ya había descreído también de las ciudades.

A veces le era infiel, a ella que le tenía un amor tan absoluto, tan sin fisuras, pero no sentía remordimientos porque eran ligues pasajeros.

Trece años después la dictadura militar cayó, pero no volvieron; entonces ella se había convertido en productora musical y él había conseguido trabajo en una editorial donde leía farragosos manuscritos cuyo destino debía de ser la papelera, pero por un sistema perverso de edición se convertían en libros, y a veces en best sellers, misterio número diez de la creación.

De común acuerdo no tuvieron hijos, ninguno de los dos aspiraba a la reproducción y pensaban que el mundo era demasiado complicado e inestable como para producir una criatura que, además, no había emitido ningún deseo de nacer.

Sin embargo, una vez él se enamoró verdaderamente, cuando ya no lo esperaba. Era una extranjera, una francesa que había venido a negociar unos derechos de autor a la editorial; con cualquier pretexto consiguió pasar una semana inolvidable junto a ella en Llafranc, un antiguo pueblo de pescadores que tenía un antiguo y hermoso hotel, el Levant, donde encontraron reproducciones de antiguas barcas y hasta un bajel apto para navegar: residuos de la navegación, residuos de la actividad de pescar, el oficio más antiguo del mundo. Bogar, amar, olvidar, navegar le parecieron etapas del mismo viaje; ella le propuso abandonar a su mujer, vivir en París, tener un hijo, compromis, dijo ella, pero él, aturdido, rechazó la idea: había contraído una fuerte obligación moral con la mujer que lo había encontrado una noche, varado en el Drugstore de paseo de Gracia, sin un duro en el bolsillo y sin posibilidad alguna de regresar a la ciudad de las múltiples aguas y los vientos desbocados.

La francesa le reprochó su debilidad, lo despreció por su cobardía que él insistió en llamar escrúpulos morales, insinuó que estaba embarazada, él hizo como que no la había escuchado y no se vieron más. ¿Como su padre?, se preguntó.

No le dijo nada a su joven esposa, le pareció algo que debía mantener para sí mismo, pero la relación iba deteriorándose aunque él no sabía si a causa del paso inevitable del tiempo o por el deseo y el amor por la francesa que todavía lo asaltaba a veces y lo sumía en la melancolía. Pero tenía la conciencia tranquila: la inyección de vitalidad y de alegría que le dio su amor por la francesa estaba compensada por la sensación de que permaneciendo al lado de la mujer que siempre lo había amado pagaba la deuda contraída una noche ardiente, en Montevideo, y renovada en Barcelona. Él no iba a ser como su padre.

No tenían hijos pero tenían buenos amigos, gente con la que solían cenar a menudo —la comida es un excelente pretexto para no hablar de intimidades—, a veces viajaban, ella organizaba conciertos, él leía libros mediocres que luego se publicaban como si verdaderamente fueran obras literarias. Su mujer había adquirido un gusto extraordinario por la decoración y él se había propuesto escribir una novela, dado que cualquier persona de cultura media podía hacerlo, si disponía de un poco de tiempo libre o no estaba enamorada.

Un día llegó a la editorial un agente de derechos de la editorial donde trabajaba la francesa, y osó preguntarle por ella. El agente de derechos de la editorial le informó que la mujer había sufrido una grave depresión, luego de haber perdido a su único hijo recién nacido y él se preguntó quién sería el padre de la criatura. No quiso averiguar nada más porque estaba escribiendo la novela y no podía permitir que ningún pensamiento ajeno, ninguna duda lo apartara de la concentración que necesitaba el texto.

La novela era la historia de una chica de diecinueve años que es desvirgada por un hombre de treinta al que ama, el hombre parte de la ciudad, ella lo hace dos meses después y lo encuentra, por azar, en otra ciudad, allende el mar. La historia de un amor absoluto, sin fisuras, que había superado todas las dificultades, hasta la del sacrificio —el hombre se había enamorado de una francesa pero no la había seguido a París—.

Su mujer estaba muy orgullosa de la relación que tenían; mientras sus amigos a veces se separaban, a veces se divorciaban, o eran infelices, ella proclamaba a los cuatro vientos que su matrimonio era ejemplar, sin discusiones, sin malentendidos, sin disgustos; un vínculo firme, mutuo y cariñoso. Nunca dejaba de contar la historia de su partida de Montevideo, después que él la desvirgara con sabiduría y delicadeza, y luego, cuando lo encontró, una noche desolada, en el Drugstore de paseo de Gracia, y cómo consiguieron sobrevivir gracias a sus pequeños hurtos, latas de sardinas, de atún, chocolate, olivas y ropa para el frío. Él escuchaba atentamente pero no conseguía vencer la sensación de culpabilidad, de vergüenza, la sospecha de que nunca, hiciera lo que hiciera, estaría a la altura del amor que ella le profesaba, que la deuda, aunque pagada, persistía.

Al editor le pareció que podía ser una buena novela, aunque él no sabía si ese adjetivo se refería a las virtudes literarias o a las posibilidades comerciales, pero prefirió no preguntar. Había aprendido en su experiencia laboral que una buena novela que no se vende deja de serlo y que otra, mediocre, pero con una trama llena de acción y carente de ideas, si se vendía mucho, se convertía, súbitamente, en una buena novela.

No se la dio a leer a su mujer; prefirió que la novela —como la historia de su amor por la francesa— fuera un secreto. Ya la leería, cuando estuviera publicada.

Una noche —un mes antes de la fecha de publicación de la novela— su mujer invitó a cenar a la casa a un matrimonio portugués que él no conocía. Vagamente creyó entender que el hombre también era productor musical y que ella era una excelente cantante de fados.

El fado no era su música preferida (le parecía pariente pobre del tango) pero tampoco le disgustaba. No era un hombre muy sociable —por lo menos no tan sociable como su esposa— y no le importó permanecer callado casi todo el tiempo, mientras los invitados alababan las virtudes culinarias de su esposa, la exquisitez del decorado de la mesa y el buen gusto del salón. Él permanecía un poco distante; le molestaba comer y hablar al mismo tiempo, aunque reconocía que era una manera saludable de evitar cualquier intimidad y también cualquier conflicto.

Los invitados empezaron a hablar de Lisboa, donde vivían y trabajaban. Él era productor musical; ella, una conocida cantante internacional de fados. Le preguntaron su opinión sobre la ciudad y dijo que había estado una sola vez, y le había parecido una ciudad humilde, triste y melancólica, demasiado parecida a Montevideo. Prefería ciudades más vitales.

Sorprendentemente, su mujer dijo que a ella, en cambio, le atraía mucho Lisboa. Nunca habían estado juntos en esa ciudad, ni hablado de ella, o quizás él no prestó atención.

—Es una hermosa ciudad —opinó su mujer—. Adoro sus calles empinadas, sus tranvías, los atardeceres en el Chiado, las cafeterías con espejos, el largo puente que hizo construir Salazar. La primera vez que la vi —dijo ella— pensé seriamente quedarme a vivir en ella.

—¿Cuándo fue eso? —preguntó el invitado.

—Cuando me fui de Montevideo —respondió su mujer—. Era muy joven, entonces, tenía solo diecinueve años y mucha sed de aventuras, de ver mundo. Necesitaba un pretexto para irme de la ciudad donde nací; estaba harta de mi familia, no me gustaba pensar que pasaría allí el resto de mi juventud. El barco tenía como destino Barcelona —agregó—, pero cuando repostó en Lisboa y tuve cinco horas para recorrer la ciudad, me gustó tanto que deseé quedarme allí.

—¿Por qué no se quedó? —preguntó, interesado, el productor.

—El billete tenía como destino Barcelona y mis maletas estaban en la bodega —explicó ella—. En realidad, una ciudad u otra me daba lo mismo, solo quería huir de Montevideo, que nunca me gustó. Son cosas que se pueden hacer cuando se es muy joven —se excusó—. No lo volvería a hacer, aunque si lo hiciera, me quedaría en Lisboa —dijo.

—Fue una mujer muy valiente —comentó el productor de fados—. Tan joven, tan sola y en una ciudad completamente desconocida.

—Solo tenía diecinueve años —respondió ella—. No lo volvería a hacer.

Él se hundió un poco en la silla y rechazó el postre.

—¿Qué te pasa, querido? —preguntó ella—. Siempre comes postre.

Dijo que no con la cabeza.

Los invitados se quedaron dos horas más. Les resultaba difícil dejar la casa de su mujer; ella los retenía, ofreciendo nuevas cosas: licores, galletas, bombones. La conversación versó sobre otros temas: las similitudes entre el fado y el tango, la diferencia entre la lengua portuguesa hablada en la metrópolis o en Brasil y las dificultades económicas para distribuir los discos en una y otra parte del mundo.

Cuando los invitados se fueron, él la ayudó a recoger la mesa.

—Nunca me dijiste que habías bajado en Lisboa y que te gustó tanto que pensaste quedarte allí —le dijo con voz aparentemente neutra.

—Te lo debo de haber dicho más de una vez, no lo habrás oído —se defendió ella.

—No —insistió él—. Nunca me lo habías dicho, ni lo habías contado delante de mí —insistió él—. Siempre has dicho que viniste a Barcelona detrás de mí, por amor.

—Era una aventura, ¿verdad? —contestó ella—. A los diecinueve años una se siente capaz de tragarse el mundo —su voz era sonora, brillante.

—Yo nunca me he tragado el mundo, me habría indigestado —replicó él.

—Pues yo sí, ya sabes, era joven, guapa, inteligente, aventurera. Si no te hubiera encontrado por casualidad en el Drugstore, habría seguido viajando, posiblemente, y luego regresado a Montevideo, no lo sé. Hace muchos años de eso. Si además de conocer mundo estaba contigo, pensé que sería mejor.

—¿Por qué entonces, en público, siempre cuentas la historia del gran amor? —preguntó él, como si se tratara de una encuesta para conseguir trabajo.

—Porque es una buena historia —dijo ella—. Muy teatral, muy lírica y dramática, con la pérdida de mi virginidad, tu sentimiento de culpa, el trabajo en el Drugstore, los robos en El Corte Inglés. ¿Nunca has pensado en escribirla? Ganarías dinero. Los lectores en el fondo son muy ingenuos. Quieren leer historias que les hagan olvidar la mediocridad de su vida cotidiana, de la rutina. Si no la escribes tú, quizás la escriba yo. ¿Te molesta si ahora pongo unos fados? Quiero escuchar bien la voz de esta cantante. Quizás la contrate.

A él no le importaba. O al menos eso fue lo que dijo. Le pareció que nunca nada le había importado mucho en la vida y que se sentía culpable de eso ante su mujer. Pero si no le importaba, ¿por qué se había sentido culpable?

—¿Seguirás escribiendo la novela? —preguntó ella, en medio del fado. (Por teu libre pensamento / Foramte longe encerrar / Tão longe que o meu lamento / Não te consegue alcançar / E apenas ouves o vento / E apenas ouves o mar)[1].

—Sí —respondió él.

Solo para que ella no la escriba, se dijo, rencoroso, y apagó la luz de su lado de la cama.